De fútbol habla el Barça - Ramon Besa . EL PAIS
De fútbol habla el Barça
Soberbia lección de juego del equipo azulgrana, que desmonta a un Madrid impotente
Soberbia lección de juego del equipo azulgrana, que desmonta a un Madrid impotente
Los goles caen en el Camp Nou como las hojas en otoño, de manera natural, con la cadencia justa, de forma bella y serena, signo de bonanza y salud futbolística. No hay mejor equipo por ahora que el Barça y cuando se le discute tal condición, en el momento en que más se cuestiona su jerarquía, el rival corre el serio riesgo de ser ridiculizado, como por ejemplo le pasó al famoso Madrid, que cargó con un saco de goles. La propaganda anunciaba que por fin había dado el equipo blanco con el antídoto azulgrana, que Mourinho no es Juande ni Pellegrini ni Schuster, que Cristiano Ronaldo le sacaba dos palmos a Messi, que Özil es la monda y no hay delantero mejor que Di María, que si patatín que si patatán. El día que Real Madrid tenía que ganar el Camp Nou salió marcado con una soberana tunda futbolística.
Fueron cinco goles y pudieron ser seis, siete, cuatro, tanto da, porque el monólogo del Barcelona fue imparable para el Madrid. Nunca le habían metido un 5-0 a un equipo de Mourinho, del que no hubo noticias en el que fue su estadio en los tiempos de aprendizaje, superado por Guardiola. Desde el liderato de la Liga, invicto hasta anoche, el técnico portugués había cuestionado la trayectoria barcelonista y hasta se había permitido señalar a los árbitros y a los entrenadores rivales como cómplices de la jerarquía azulgrana. Pagó muy cara su bravata porque enfureció al Barcelona, tan suave con su juego y sus goles como colérico en su determinación por la victoria, más enfebrecido que nunca, tan romántico que no se dio por satisfecho hasta que cayó el quinto, el dígito que mejor simboliza su hegemonía futbolística.
El Madrid se perdió desde la lesión de Higuaín, mal sustituido por Benzema, un delantero que le da grandeza a la alineación a cambio de empequeñecer al equipo, muy desmejorado, excesivamente contemplativo, nada protagonista, siempre espectador. El absentismo y la melancolía del ariete francés fueron contagiosos para el plantel de Mourinho, desbordado por la exuberancia del Barça, muy enchufado en el partido. Achicaban fuerte los zagueros, mezclaban bien los medios y se desmarcaban rápidamente los delanteros, todos muy concentrados y sintonizados en la misma frecuencia, como si hubieran convenido que el partido se decidía en cada jugada. Así que se imponía una defensa sin concesiones, siempre tensa, y una delantera muy concreta, nada retórica.
La intensidad azulgrana dejó en fuera del juego a los madridistas. Pasado el cuarto de hora, el Barça ya contaba dos goles, los dos inapelables, expresión inequívoca del dominio ejercido por los actores aparentemente secundarios del encuentro, jugadores que a menudo solo cuentan como acompañantes de figuras del calibre de Messi, peleado con la madera nada más empezar la contienda. A la cabeza del pelotón barcelonista está siempre Xavi, excelente en la conducción, barómetro inequívoco del juego, referente del equipo de Guardiola. El protagonismo de Xavi fue tan categórico que se permitió la licencia de inaugurar el marcador con un toque sutil, delicioso, la mejor de las respuestas al centro desde la banda izquierda de Iniesta y a la apurada defensa de Marcelo, vendido por los centrales.
Al rato repicó Pedro después de un centro malicioso de Villa, de manera que el clásico presumiblemente más igualado de los últimos años se había desequilibrado en un abrir y cerrar de ojos. Acababa el Barça las jugadas mientras el Madrid buscaba munición en las acciones episódicas, siempre fuera de las áreas, su zona preferida. La continuidad en el juego de los azulgrana solo fue interrumpida por Ronaldo, cuando empujó a Guardiola, y por Carvalho, que le dejó el codo en la barbilla de Messi, impaciente por meterse en el partido. Obcecados los madridistas con La Pulga, los barcelonistas marcaron las diferencias con el fútbol de sus medios y el oportunismo de los delanteros, más afilados y agresivos que los del rival, sorprendentemente dóciles, superados por el ímpetu del contrario y la carga ambiental.
Acostumbrado a atacar en línea recta, el Madrid fue sorprendido por el juego circular y de triangulación del Barça. A Mourinho no le quedó más remedio que recuperar su versión más conservadora, como si hubiera recuperado el traje del Inter después de tirar la zamarra del Madrid. Quitó a Özil, la bandera del futuro más atrevido y excelso del club, para poner a Lass, el símbolo del pasado, el hilo conductor de tantos entrenadores fracasado en Chamartín. Al Barcelona había que jugarle desde la trinchera y no a campo abierto, como un equipo pequeño y no con grandeza, desde el estraperlo y no del intercambio de propuestas futbolísticas. Ni dando un paso atrás atemperó el Madrid la fiebre del Barcelona, soberano, supremo y campeón, más efectivo que nunca, siempre dispuesto a poner punto y final a cada ocasión.
Desapareció la figura de Cristiano Ronaldo mientras Mourinho se retiraba al banquillo, encogido, incapaz de corregir un partido tan decantado a favor del juego colectivo barcelonista que permitió la defensa de las causas personales, como por ejemplo la de Villa, asistido doblemente por Messi, dos veces goleador el asturiano frente a Casillas. Acostumbrado a resolver los partidos de entretiempo, Messi fue más generoso que nunca la noche del clásico, como se pide a los fuera de serie. El bisturí de La Pulga se impuso al cañón enmudecido de Ronaldo. La velocidad del juego azulgrana cuestionó la calidad física del Madrid y su mejor organización con Mourinho. A los muchachos de Mou les queda todavía muchas sopas por tomar para alcanzar la madurez de los chicos de Guardiola.
La sala de prensa es propiedad de Mourinho y de Cristiano. El terreno de juego, en cambio, pertenece a Guardiola, Xavi y Messi, que pusieron cinco goles de diferencia en el que se anunciaba como el clásico más igualado de todos los tiempos. Alguien mentía y no era el Barça, más futbolero que nunca, siempre fiable, especialmente querido. No hay mejor respuesta a la mayor de las chulerías que un humillante 5-0. No hubo ni rastro del Grupo Salvaje de Mourinho sino que en el Camp Nou continúan cayendo los goles como las hojas en otoño. El Barça le cierra la boca al Madrid.
Fueron cinco goles y pudieron ser seis, siete, cuatro, tanto da, porque el monólogo del Barcelona fue imparable para el Madrid. Nunca le habían metido un 5-0 a un equipo de Mourinho, del que no hubo noticias en el que fue su estadio en los tiempos de aprendizaje, superado por Guardiola. Desde el liderato de la Liga, invicto hasta anoche, el técnico portugués había cuestionado la trayectoria barcelonista y hasta se había permitido señalar a los árbitros y a los entrenadores rivales como cómplices de la jerarquía azulgrana. Pagó muy cara su bravata porque enfureció al Barcelona, tan suave con su juego y sus goles como colérico en su determinación por la victoria, más enfebrecido que nunca, tan romántico que no se dio por satisfecho hasta que cayó el quinto, el dígito que mejor simboliza su hegemonía futbolística.
El Madrid se perdió desde la lesión de Higuaín, mal sustituido por Benzema, un delantero que le da grandeza a la alineación a cambio de empequeñecer al equipo, muy desmejorado, excesivamente contemplativo, nada protagonista, siempre espectador. El absentismo y la melancolía del ariete francés fueron contagiosos para el plantel de Mourinho, desbordado por la exuberancia del Barça, muy enchufado en el partido. Achicaban fuerte los zagueros, mezclaban bien los medios y se desmarcaban rápidamente los delanteros, todos muy concentrados y sintonizados en la misma frecuencia, como si hubieran convenido que el partido se decidía en cada jugada. Así que se imponía una defensa sin concesiones, siempre tensa, y una delantera muy concreta, nada retórica.
La intensidad azulgrana dejó en fuera del juego a los madridistas. Pasado el cuarto de hora, el Barça ya contaba dos goles, los dos inapelables, expresión inequívoca del dominio ejercido por los actores aparentemente secundarios del encuentro, jugadores que a menudo solo cuentan como acompañantes de figuras del calibre de Messi, peleado con la madera nada más empezar la contienda. A la cabeza del pelotón barcelonista está siempre Xavi, excelente en la conducción, barómetro inequívoco del juego, referente del equipo de Guardiola. El protagonismo de Xavi fue tan categórico que se permitió la licencia de inaugurar el marcador con un toque sutil, delicioso, la mejor de las respuestas al centro desde la banda izquierda de Iniesta y a la apurada defensa de Marcelo, vendido por los centrales.
Al rato repicó Pedro después de un centro malicioso de Villa, de manera que el clásico presumiblemente más igualado de los últimos años se había desequilibrado en un abrir y cerrar de ojos. Acababa el Barça las jugadas mientras el Madrid buscaba munición en las acciones episódicas, siempre fuera de las áreas, su zona preferida. La continuidad en el juego de los azulgrana solo fue interrumpida por Ronaldo, cuando empujó a Guardiola, y por Carvalho, que le dejó el codo en la barbilla de Messi, impaciente por meterse en el partido. Obcecados los madridistas con La Pulga, los barcelonistas marcaron las diferencias con el fútbol de sus medios y el oportunismo de los delanteros, más afilados y agresivos que los del rival, sorprendentemente dóciles, superados por el ímpetu del contrario y la carga ambiental.
Acostumbrado a atacar en línea recta, el Madrid fue sorprendido por el juego circular y de triangulación del Barça. A Mourinho no le quedó más remedio que recuperar su versión más conservadora, como si hubiera recuperado el traje del Inter después de tirar la zamarra del Madrid. Quitó a Özil, la bandera del futuro más atrevido y excelso del club, para poner a Lass, el símbolo del pasado, el hilo conductor de tantos entrenadores fracasado en Chamartín. Al Barcelona había que jugarle desde la trinchera y no a campo abierto, como un equipo pequeño y no con grandeza, desde el estraperlo y no del intercambio de propuestas futbolísticas. Ni dando un paso atrás atemperó el Madrid la fiebre del Barcelona, soberano, supremo y campeón, más efectivo que nunca, siempre dispuesto a poner punto y final a cada ocasión.
Desapareció la figura de Cristiano Ronaldo mientras Mourinho se retiraba al banquillo, encogido, incapaz de corregir un partido tan decantado a favor del juego colectivo barcelonista que permitió la defensa de las causas personales, como por ejemplo la de Villa, asistido doblemente por Messi, dos veces goleador el asturiano frente a Casillas. Acostumbrado a resolver los partidos de entretiempo, Messi fue más generoso que nunca la noche del clásico, como se pide a los fuera de serie. El bisturí de La Pulga se impuso al cañón enmudecido de Ronaldo. La velocidad del juego azulgrana cuestionó la calidad física del Madrid y su mejor organización con Mourinho. A los muchachos de Mou les queda todavía muchas sopas por tomar para alcanzar la madurez de los chicos de Guardiola.
La sala de prensa es propiedad de Mourinho y de Cristiano. El terreno de juego, en cambio, pertenece a Guardiola, Xavi y Messi, que pusieron cinco goles de diferencia en el que se anunciaba como el clásico más igualado de todos los tiempos. Alguien mentía y no era el Barça, más futbolero que nunca, siempre fiable, especialmente querido. No hay mejor respuesta a la mayor de las chulerías que un humillante 5-0. No hubo ni rastro del Grupo Salvaje de Mourinho sino que en el Camp Nou continúan cayendo los goles como las hojas en otoño. El Barça le cierra la boca al Madrid.
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