Eterno seductor
Eterno seductor
A Pep Guardiola le gusta llevar a sus hijos al colegio cada mañana. Los niños bien que lo saben, incluso los que son del Espanyol, que de vez en cuando le aguardan en la puerta y le retan con el calendario en la mano como si fueran seguidores de todos los adversarios del Barça, cosas de la rivalidad. Tanto la escuela como el entrenador y los niños han llevado con discreción la rutina diaria o, en caso contrario, se habría roto el encanto, la pedagogía bien entendida. Hasta el jueves 7 de mayo, cuando el alumnado se asomó por los ventanales de las clases y salió al patio para aplaudir un buen rato la llegada de Guardiola, vencedor en Stamford Bridge. "¿Por qué aplauden, papá?", preguntó Màrius. Pep le respondió: "Porque están contentos, hijo".
A Guardiola le encanta que la gent blaugrana sea feliz y nada le ha emocionado más estos días que niños y niñas acudieran al colegio y al instituto con la zamarra del Barça puesta, signo de afirmación, de sentido de pertenencia a una institución a veces acomplejada. Nunca hasta ahora los seguidores del Barça habían tomado Canaletes ni a los estudiantes se les ocurrió en la vida vestirse de azulgrana sin antes haber ganado una copa. No se festejaban los trofeos, sino los goles, los seis del Bernabéu, el de Londres, los de la Copa, partidos que finalmente culminan la declaración de intenciones del entrenador cuando tomó el equipo e invitó a la afición a abrocharse los cinturones: "Tengo la sensación de que la gente estará orgullosa de nosotros".
Nunca prometió títulos, sino que ha procurado que cada partido fuera una final y que cada minuto tuviera la misma importancia, una propuesta de gran desgaste, tanto que se ha dejado la piel y el pelo en el empeño. "Pep sufre mucho y nos hace sufrir", coinciden sus padres, Valentí y Dolors. "Descansa del fútbol con más fútbol", cuenta el escritor mexicano Juan Villoro. Defensor de la fuerza de la palabra, Guardiola se ha vaciado en la comunicación verbal y gestual, la misma que en su día, cuando era jugador, utilizó para dirigirse a uno de los magistrados italianos que le juzgaban por dopaje: "Por favor, deje de leer la Gazzetta y míreme a los ojos" [el sábado, la federacion italiana le exculpó]. "Temo", interviene Manel Estiarte, su ángel de la guarda, "que un día se quede sin energía".
"No entiendo un vestuario sin gritarnos, abrazarnos, vaciarnos", reseña el preparador, intervencionista hasta en la cocina. Una vez explicó que hay dos clases de entrenadores: los que creen que los problemas se resuelven solos y los que resuelven los problemas. Guardiola pertenece a los que buscan soluciones. Apasionado e inteligente, se desvive por dignificar el oficio y servir al club de su vida. Al fin y al cabo, siempre creyó que sería mejor entrenador que jugador, de manera que ejerce el cargo de manera profesional, perseverante, detallista y ambiciosa, reconocible como ciudadano de Cataluña y técnico culé. Hoy es el segundo técnico catalán que gana la Liga después del mítico Pepe Samitier (1944-1945), al que le unen muchas cosas.
A Guardiola le ha llevado mucho esfuerzo y poco tiempo hacer que el Barça fuera campeón. Estaba convencido de que a los futbolistas se les había olvidado jugar al fútbol, por no decir las ganas de jugar al fútbol, y había que generar por tanto las mejores condiciones para que volvieran al campo. Ningún edificio resume mejor su filosofía que la ciudad deportiva, quizá porque pensó ser antes director deportivo que entrenador y ahora resulta que será al revés. Guardiola mandó construir la fábrica, como diría Di Stéfano, para que los jugadores se sintieran empleados del fútbol y no estrellas del pop, sabedor de que al éxito se llega desde la cultura del esfuerzo y no de la diversión.
El entrenador eligió a profesionales de su confianza, a los mejores especialistas, y renovó el liderazgo del equipo a partir de jugadores de la cantera, que dejaron de ser acompañantes para sentirse protagonistas, circunstancia capital para recuperar la cultura del juego en la que creía y por la que había peleado con los técnicos en su etapa de futbolista. Guardiola conoce el oficio porque fue el mejor aprendiz: siempre atendía y preguntaba, siempre se manifestó como un obsesionado del juego, siempre lo "sentía". Hijo inconfundible del cruyffismo, Guardiola aprendió del dream team lo que había que hacer y también lo que no. Ahí está la clave.
A diferencia de Mourinho o Capello y de técnicos con una fórmula de éxito válida para cualquier equipo, Guardiola parte de una idea aceptada como una obra de arte. "Cruyff hizo la Capilla Sixtina y Miguel Ángel sólo hay uno", argumentó en su día. Dejó de improvisar el Barça y se cohesionó un grupo de futbolistas solidarios, se trabajó el equipo y se dignificaron los espacios comunes, incluso la sala de prensa, donde el técnico responde a los periodistas por su nombre. No atiende por teléfono ni en privado, sino que quien quiera una entrevista no le queda más remedio que acudir a la sala de la fábrica y demandar en público. Ha funcionado como un excelente gestor de grupos humanos y de conocimientos. No ha tenido dudas, sino momentos de apuro, como cuando visitó El Molinón y temió que el Barça pudiera ser el colista de la Liga al término de la tercera jornada, después de perder en Soria y empatar con el Racing. Manolo Preciado, el técnico del Sporting, le animó entonces a insistir en su credo, en poner a Pedrito y Busquets, en ser valiente en la defensa de su ataque. Y desde entonces siempre tuvo la misma respuesta ante el marcador: "Estoy convencido de que todo irá bien y de que este año todo el mundo se lo pasará bien".
Líder desde la novena jornada, avanzó a ritmo de récord, de puntos, de goles y de victorias, y cuando el Madrid le discutió mano a mano en Chamartín le marcó seis (2-6).
Aunque encadenaba las victorias y acumuló 12 puntos de ventaja máxima por cuatro de mínima, Guardiola confesó a sus colaboradores que su equipo sería campeón después de empatar en el campo del Betis con una alineación de mínimos, producto de las rotaciones. El partido le sirvió para chequear la buena salud del vestuario, su capacidad para combatir la adversidad y sobre todo el buen control de los egos. El técnico prohibió las excusas en el vestuario y convenció a sus futbolistas de que cuanta más presión ejerciera el Madrid "más bonito" sería ganar la Liga. Ha jugado el Barça de forma tan atrevida, presionante y geométrica en las distintas zonas del campo que Charly Rexach concluyó: "Cada vez que el rival pase el medio campo le deberían dar gol".
"¿El secreto? Los jugadores son muy buenos", cuenta Guardiola, convertido en un personaje auténtico. Igualmente elegante, se adueñó de los escenarios sin dar un paso atrás. A nadie le sorprenderá el recibimiento que le dispensaron en la escuela de sus hijos. Alguien que le quiere bien cree que el próximo paso de Guardiola debería ser equivocarse y no exagerar más su personalidad. Ya lo contaba Zubizarreta tras escuchar a las gimnastas rusas: la perfección genera sensación de imbatibilidad, de infalibilidad, de medalla ya conseguida.
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A Pep Guardiola le gusta llevar a sus hijos al colegio cada mañana. Los niños bien que lo saben, incluso los que son del Espanyol, que de vez en cuando le aguardan en la puerta y le retan con el calendario en la mano como si fueran seguidores de todos los adversarios del Barça, cosas de la rivalidad. Tanto la escuela como el entrenador y los niños han llevado con discreción la rutina diaria o, en caso contrario, se habría roto el encanto, la pedagogía bien entendida. Hasta el jueves 7 de mayo, cuando el alumnado se asomó por los ventanales de las clases y salió al patio para aplaudir un buen rato la llegada de Guardiola, vencedor en Stamford Bridge. "¿Por qué aplauden, papá?", preguntó Màrius. Pep le respondió: "Porque están contentos, hijo".
A Guardiola le encanta que la gent blaugrana sea feliz y nada le ha emocionado más estos días que niños y niñas acudieran al colegio y al instituto con la zamarra del Barça puesta, signo de afirmación, de sentido de pertenencia a una institución a veces acomplejada. Nunca hasta ahora los seguidores del Barça habían tomado Canaletes ni a los estudiantes se les ocurrió en la vida vestirse de azulgrana sin antes haber ganado una copa. No se festejaban los trofeos, sino los goles, los seis del Bernabéu, el de Londres, los de la Copa, partidos que finalmente culminan la declaración de intenciones del entrenador cuando tomó el equipo e invitó a la afición a abrocharse los cinturones: "Tengo la sensación de que la gente estará orgullosa de nosotros".
Nunca prometió títulos, sino que ha procurado que cada partido fuera una final y que cada minuto tuviera la misma importancia, una propuesta de gran desgaste, tanto que se ha dejado la piel y el pelo en el empeño. "Pep sufre mucho y nos hace sufrir", coinciden sus padres, Valentí y Dolors. "Descansa del fútbol con más fútbol", cuenta el escritor mexicano Juan Villoro. Defensor de la fuerza de la palabra, Guardiola se ha vaciado en la comunicación verbal y gestual, la misma que en su día, cuando era jugador, utilizó para dirigirse a uno de los magistrados italianos que le juzgaban por dopaje: "Por favor, deje de leer la Gazzetta y míreme a los ojos" [el sábado, la federacion italiana le exculpó]. "Temo", interviene Manel Estiarte, su ángel de la guarda, "que un día se quede sin energía".
"No entiendo un vestuario sin gritarnos, abrazarnos, vaciarnos", reseña el preparador, intervencionista hasta en la cocina. Una vez explicó que hay dos clases de entrenadores: los que creen que los problemas se resuelven solos y los que resuelven los problemas. Guardiola pertenece a los que buscan soluciones. Apasionado e inteligente, se desvive por dignificar el oficio y servir al club de su vida. Al fin y al cabo, siempre creyó que sería mejor entrenador que jugador, de manera que ejerce el cargo de manera profesional, perseverante, detallista y ambiciosa, reconocible como ciudadano de Cataluña y técnico culé. Hoy es el segundo técnico catalán que gana la Liga después del mítico Pepe Samitier (1944-1945), al que le unen muchas cosas.
A Guardiola le ha llevado mucho esfuerzo y poco tiempo hacer que el Barça fuera campeón. Estaba convencido de que a los futbolistas se les había olvidado jugar al fútbol, por no decir las ganas de jugar al fútbol, y había que generar por tanto las mejores condiciones para que volvieran al campo. Ningún edificio resume mejor su filosofía que la ciudad deportiva, quizá porque pensó ser antes director deportivo que entrenador y ahora resulta que será al revés. Guardiola mandó construir la fábrica, como diría Di Stéfano, para que los jugadores se sintieran empleados del fútbol y no estrellas del pop, sabedor de que al éxito se llega desde la cultura del esfuerzo y no de la diversión.
El entrenador eligió a profesionales de su confianza, a los mejores especialistas, y renovó el liderazgo del equipo a partir de jugadores de la cantera, que dejaron de ser acompañantes para sentirse protagonistas, circunstancia capital para recuperar la cultura del juego en la que creía y por la que había peleado con los técnicos en su etapa de futbolista. Guardiola conoce el oficio porque fue el mejor aprendiz: siempre atendía y preguntaba, siempre se manifestó como un obsesionado del juego, siempre lo "sentía". Hijo inconfundible del cruyffismo, Guardiola aprendió del dream team lo que había que hacer y también lo que no. Ahí está la clave.
A diferencia de Mourinho o Capello y de técnicos con una fórmula de éxito válida para cualquier equipo, Guardiola parte de una idea aceptada como una obra de arte. "Cruyff hizo la Capilla Sixtina y Miguel Ángel sólo hay uno", argumentó en su día. Dejó de improvisar el Barça y se cohesionó un grupo de futbolistas solidarios, se trabajó el equipo y se dignificaron los espacios comunes, incluso la sala de prensa, donde el técnico responde a los periodistas por su nombre. No atiende por teléfono ni en privado, sino que quien quiera una entrevista no le queda más remedio que acudir a la sala de la fábrica y demandar en público. Ha funcionado como un excelente gestor de grupos humanos y de conocimientos. No ha tenido dudas, sino momentos de apuro, como cuando visitó El Molinón y temió que el Barça pudiera ser el colista de la Liga al término de la tercera jornada, después de perder en Soria y empatar con el Racing. Manolo Preciado, el técnico del Sporting, le animó entonces a insistir en su credo, en poner a Pedrito y Busquets, en ser valiente en la defensa de su ataque. Y desde entonces siempre tuvo la misma respuesta ante el marcador: "Estoy convencido de que todo irá bien y de que este año todo el mundo se lo pasará bien".
Líder desde la novena jornada, avanzó a ritmo de récord, de puntos, de goles y de victorias, y cuando el Madrid le discutió mano a mano en Chamartín le marcó seis (2-6).
Aunque encadenaba las victorias y acumuló 12 puntos de ventaja máxima por cuatro de mínima, Guardiola confesó a sus colaboradores que su equipo sería campeón después de empatar en el campo del Betis con una alineación de mínimos, producto de las rotaciones. El partido le sirvió para chequear la buena salud del vestuario, su capacidad para combatir la adversidad y sobre todo el buen control de los egos. El técnico prohibió las excusas en el vestuario y convenció a sus futbolistas de que cuanta más presión ejerciera el Madrid "más bonito" sería ganar la Liga. Ha jugado el Barça de forma tan atrevida, presionante y geométrica en las distintas zonas del campo que Charly Rexach concluyó: "Cada vez que el rival pase el medio campo le deberían dar gol".
"¿El secreto? Los jugadores son muy buenos", cuenta Guardiola, convertido en un personaje auténtico. Igualmente elegante, se adueñó de los escenarios sin dar un paso atrás. A nadie le sorprenderá el recibimiento que le dispensaron en la escuela de sus hijos. Alguien que le quiere bien cree que el próximo paso de Guardiola debería ser equivocarse y no exagerar más su personalidad. Ya lo contaba Zubizarreta tras escuchar a las gimnastas rusas: la perfección genera sensación de imbatibilidad, de infalibilidad, de medalla ya conseguida.
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