Penya Barcelonista de Lisboa

dimarts, de juny 07, 2011

El puente de los Frailes Negros







El puente de los Frailes Negros
MARTÍN GIRARD 07/06/2011

"Siempre nos quedará París", susurró el Diablo a Doris antes de dejar la taberna y ella sintió un cosquilleo medular que le subía y bajaba por la espina dorsal al tiempo que al capitán Grason le brotaban en la frente dos flamantes cuernos. Al caer el cierre metálico, los personajes se dispersaron. Juanita la Muerte, guadaña al hombro, y la Mujer Invisible, mi dulce Amanda, seguida por su hijo ultrasur, tomaron diferentes derroteros. Rezagada, la Caperucita Roja, que llevaba la Lata parlante de Lotina a modo de GPS, esquivó los lobos de Piccadilly Circus y emprendió el regreso a la Puerta del Sol, cuya acampada había cobrado inquietantes sesgos de junta de vecinos.

Las sombras se extinguieron en la noche londinense, más allá de la luz de los faroles que no tardarían en apagarse con la llegada de un perezoso amanecer. La calle vacía adquirió entonces lívidas tonalidades y los pasos del primer transeúnte resonaron sobre el empedrado. Era Guardiola, que, solitario y meditabundo, fue a sentarse precisamente en el pretil del puente de los Frailes Negros, donde, otro mes de junio, allá por el año 1982, un banquero había aparecido colgado por el gaznate con dos ladrillos en los bolsillos. Los ladrillos y el banquero constituían, con carácter retrospectivo, una amenaza y una advertencia desatendidas en su día y cumplidas en la actualidad. Pero el joven entrenador, todavía obnubilado tras el triunfo obtenido, no estaba en disposición de contemplar el panorama desde el puente.

Con el Támesis a sus pies y neblinosa la mirada, musitaba una hamletiana duda: "Seguir o no seguir, esa es la cuestión. ¿Es aconsejable arrostrar otro año en el Barça o resultaría más prudente abandonar el equipo en pleno éxito, como hizo Mourinho con el Inter, y evitar la tensión de otra temporada aderezada por la contaminante paranoia de un rival incapaz de asumir deportivamente la derrota con un balón en juego?". Casualmente, el rival en cuestión pasaba en aquel instante por el otro lado del puente de los Frailes Negros. Emulando al Segismundo de La vida es sueño, clamaba al cielo: "¡Ay misero de mí!, ¿qué delito cometí ante vosotros diciendo que el fútbol y la Liga de Campeones están corrompidos?". A lo que el rumor del río le replicó: "¿También estaban corrompidos cuando ganabas tú?". Ofendido, se detuvo en seco.

No podía permitir que un río inglés le hablara de forma tan impertinente. "Te recuerdo", le dijo al río, "que soy bicampeón de Europa y el primero en ganar un premio de la FIFA, por delante de los demás entrenadores". Tras una pausa que el rumor del río se tomó para informarse en Internet, las aguas respondieron: "No eres el único entrenador bicampeón de Europa. Hay 14 más y seis de ellos, entre los que se cuenta un tal Pep, también han conseguido la Champions como jugadores, cosa que en tu caso será imposible. Incluso hay quien ha ganado además un Mundial. Se llama Vicente del Bosque y tampoco igualarás sus éxitos en tu Real Madrid. Por cierto, él jamás se jactaría de ser el primero en ganar ese premio de la nada impoluta FIFA "por delante de los demás entrenadores", según recalcas con tu proverbial elegancia. Si has sido el primero, es porque es la primera vez que lo dan y, cuando se lo den al próximo, pasarás a estar detrás".

Eran aguas miserables, difícilmente superables en mezquindad, que reflejaban mordaces los más íntimos recovecos de la conciencia. "¡Soy como soy!", clamó Mourinho, "y me dedico en alma y corazón a la institución que me paga...". Al oírlo, la brisa rasante que transportaba río arriba las miasmas del Támesis llevó la confesión a orejas del Diablo, siempre interesado en saber a cuanto estaba el alma en la lonja del pescado o el corazón en el mercado de trasplantes. El pobre Diablo quedó acongojado. Nunca podría competir con Florentino.

En tiempos de crisis, el alma y el corazón de Mourinho le costaban al Real Madrid 13,5 millones de euros anuales. Ello no era óbice para que el inefable entrenador reclamara una pureza en el deporte de la que él se erigía en ejemplo. "¿Cómo explicas a los niños que las cosas no son puras?", se preguntaba con enternecedora desfachatez. Bajo el puente de los Frailes Negros, las turbulentas aguas prefirieron guardar silencio. "Siempre nos quedará París", nos consoló Nadal, que pasaba por allí. Y a nosotros siempre nos quedará Nadal.